Todos hemos oído decir que los puertorriqueños hablamos mal, que somos disparateros y que nuestro español es de los peores, ¿verdad? Acaso lo hemos llegado a pensar. Nada más lejos de la realidad. No porque hablemos mejor ni peor, sino porque hablamos como hablamos, como todos los otros hablantes del español, con nuestros rasgos característicos, resultado de tendencias compartidas del sistema español y de factores condicionantes particulares.
No quiere decir esto que el idioma no se deba cultivar y desarrollar durante toda la vida, en la escuela, en la familia, en la sociedad y en nuestro proceso individual. ¿Con qué objetivo? Para sacarle el jugo al recurso esencial del idioma, para expresar con cada vez más precisión nuestra experiencia humana y a entender la del otro, para relacionarnos íntimamente con la familia hispanohablante, los 400 millones.
En Puerto Rico hay trabajo que hacer, sin duda, al igual que en todos sitios. Lo que nos toca es identificar dónde estamos y cuál es el próximo nivel, y movernos hacia él. Todos, desde nuestro nivel, podemos enfrentar franca y valientemente el “¿Cómo lo digo?”. Y por esto quiero decir: “¿Cómo lo digo aprovechando al máximo los recursos del idioma?”, “Cómo lo digo apropiada y eficazmente según cada situación?” y, en especial, “¿Cómo lo digo para sentirme comunicado plenamente?”.
Me desvío un poco del tema de hoy, que es el complejo de inferioridad lingüística del que padecemos muchos puertorriqueños y que debemos descartar de una vez y por todas. Creemos que hablamos mal, o al menos peor, que otros hispanohablantes.
Por ejemplo, pensamos que nuestra pronunciación es “mala” porque aspiramos la –s al final de las sílabas; en lugar de decir “las tres cosas”, decimos: “laj trej cosaj”. Pero esa es una tendencia del sistema fonético español, que aquí, como en otras partes, se ha manifestado así. También nos condenamos porque nuestra –r final de sílaba se acerca a la –l; decimos “cuelpo”, “colbata” y “calne”, más que a “cuerpo”, “corbata” y “carne”. Esta es otra manifestación de la vulnerabilidad de la consonante final de sílaba en español; en Cuba se concreta la tendencia con pronunciaciones cercanas a “cueppo”, “cobbata” y “canne”, mientras que en República Dominicana suenan más como “cueipo”, “coibata” y “caine”.
Y ¿qué de nuestra “erre velar”, esa doble ere que algunos pronuncian muy atrás en la boca, elevando el dorso de la lengua contra el velo del paladar, y que a veces suena casi como una jota: “ajó”, cajo” y “pejo”, por “arroz” “carro” y “perro”? Esta pronunciación nos caracteriza a los puertorriqueños, pero sigue siendo un hecho de la evolución fonética del español.
Se trata de rasgos de pronunciación típicos del habla puertorriqueña, que se suavizan en situaciones formales y se intensifican en situaciones relajadas. Son menos marcados en grupos con más o mejor educación académica, que en grupos con menos o peor educación académica. ¿Están bien o mal? Ninguna. Pero ¿juzgaremos a alguien según cómo hable? Sí, es un fenómeno humano y difícilmente evitable, y consideraremos no sólo la pronunciación, sino también la fluidez del discurso, la riqueza de vocabulario, la organización de las ideas y la naturalidad.
Y es por ello que, aunque lingüísticamente nada esté “bien” ni “mal”, aquel que tenga un repertorio más amplio de posibilidades lingüísticas, y una conciencia de lo que cada situación comunicativa requiere, probablemente tendrá más oportunidades que aquel que cuente con solo una posibilidad para expresar algo y ninguna conciencia de lo que la situación exige.
Aquí es donde la enseñanza de la lengua se convierte en un agente social igualador. Todos los puertorriqueños debemos saber qué caracteriza nuestro español, y por qué, y, de paso, celebrarlo, no estigmatizarlo. Pero todos también merecemos conocer bien la lengua como instrumento de comunicación. Todos merecemos aprender sus reglas inherentes, las que no se pueden romper, y las otras, establecidas por consenso, que sí se pueden romper, pero conscientemente, porque lo decidimos, y no porque no tenemos alternativa. Conocer nuestra lengua compartida y particular, y cultivar conscientemente todas sus posibilidades, serán pasos seguros hacia superar el complejo lingüístico.