“Gringo” es una palabra cargada en Puerto Rico. Denota, o significa objetivamente, una persona proveniente de los Estados Unidos de América, pero no cualquiera. De algún modo, los afroamericanos, o los latinos, indios, árabes u orientales arraigados en los Estados Unidos, aunque pertenezcan ya a una tercera generación, no son tan gringos como los blancos.
Por otro lado, digo personas y no ciudadanos, porque muy pocos puertorriqueños se considerarían “gringos”, por más que anhelen la estadidad. Yo tampoco llamaría “gringo” a mi papá, Thorne Sherwood Chapman, a menos que lo hiciera –muy deliberadamente– para expresar un humor y cariño particular. Estas reservas en el uso nos revelan las connotaciones que lleva consigo, en nuestra comunidad de habla, esta palabrita. Cualquier puertorriqueño puede dar cuenta de esos significados adicionales, más expresivos que lingüísticos, que acarrea para nosotros la palabra “gringo”: imperialismo, imposición, arrogancia, etc.
Pero esta columna no trata de la denotación ni connotación actuales de esta palabra en Puerto Rico, aunque ahí hay tela que cortar, sino de su posible etimología, o sea, origen. Muchos hemos oído que “gringo” viene del reclamo de “green, go home” (“verde, vete a casa”) que hacía un pueblo latinoamericano a los militares estadounidenses ataviados de verde que invadían su espacio. Otra variante de esta historia es que nace de las señales de los trenes ingleses instalados en México, que, con luz verde, indicaban el paso abierto: “green, go” (verde, pasar).
Sin embargo, “gringo” es antigua palabra española. En los diccionarios de la Real Academia Española, aparece por primera en 1869, con esta definición: ‘Voz usada familiarmente. Vale tanto como “griego” en esta frase: HABLAR EN GRINGO. Hacerlo en un lenguaje ininteligible’.
Nos informa Joan Corominas, en su Diccionario Crítico Etimológico de la Lengua Castellana, fuente imprescindible sobre etimología en español, que la palabra “griego” adquirió en España el valor de ‘ lenguaje incomprensible’ cuando la Iglesia Católica determinó que no era necesario conocer el griego para lograr la erudición religiosa, a diferencia del latín. A partir de entonces, el griego se consideró un idioma extraño, y se convirtió en símbolo de cualquier habla incomprensible.
Corominas nos indica que ya en el diccionario de Esteban de Terreros (1765-83) se registra la deformación de “griego”, con este valor, por “gringo”: “gringos llaman en Málaga a los estranjeros, que tienen cierta especie de acento, que los priva de una locución fácil y natural Castellana, y en Madrid dan el mismo nombre con particularidad a los irlandeses”.
Mientras que en España se aplicó más al lenguaje: “cantar en gringo” o “¿hablo yo latín o gringo?”, en América se destinó a las personas que hablaban un lenguaje incomprensible, aunque fuera romance, especialmente a los grupos extranjeros de mayor presencia. Así, en Argentina se aplicó en la primera mitad del siglo XX a los italianos, y en México a los de Estados Unidos.
Hoy en día, según el Diccionario de la Real Academia Española (2001), en la mayoría de los países hispanoamericanos la palabra designa a los estadounidenses, pero en Uruguay significa inglés o ruso, y en Bolivia, Honduras, Nicaragua y Perú se refiere a una persona rubia y de tez blanca. En Costa Rica, según me informó una amiga tica, puede significar cualquier extranjero. Las connotaciones –negativas, neutrales y hasta positivas– parecen variar bastante de país en país.
Según Corominas, la alteración fonética de “griego” a “gringo” ocurrió en dos etapas: primero, de “griego” a “grigo”, una reducción normal del sistema español y, más tarde, de “grigo” a “gringo”. Pero ya que creíamos tener esta etimología agarrada por el mango, un detalle lexicográfico nos hace tambalear: la referencia a “griego” desaparece del diccionario académico en 1984, y en 2001 se añade, entre paréntesis: “etimología discutida”. Así es la lengua, y así los diccionarios: nos mantienen siempre en la excitación de la casi certeza, sin darnos nunca la comodidad de cerrar la posibilidad.
Esta columna se la dedico a mi papá, ni griego ni gringo, simplemente Tim.
(Publicado en El Nuevo Día el 8 de octubre de 2006)