Inventario del piso

Desde que llegué a Madrid hace unos tres meses, no he pasado un solo día sin toparme con alguna curiosidad lingüística.  Cuando alquilé mi “piso” en el antiguo y encantador barrio de La Latina, tuve que firmar, además del contrato, un inventario de las cosas que cada habitación contenía.  Tras echar una ojeada casual a la lista, pregunté si me la podía llevar.  Alegué que necesitaba repasar los objetos in situ, pero resulta que no entendía muchas palabras. 

¿Qué eran el “barreño”, la “fregona” y la “mopa” de la cocina, la “mampara” y el “termo” del baño, y el “WC automático Saniplast” del “aseo”?  De hecho, ¿cuál era el baño y cuál el “aseo”? 

Mis amigos españoles –gentilmente suprimiendo alguna sonrisa– me ayudaron a traducir esta nomenclatura cotidiana a mi español puertorriqueño.  El misterioso “barreño” resultó ser la palangana de plástico azul para poner la ropa al remojo.  La “fregona” es nuestro mapo, y con ella se friega el suelo, no el piso, que aquí es el apartamento en sí.  La mopa se pasa por el parqué, o piso de madera, en seco.  La intimidante “mampara”, que yo insistía en pronunciar “mámpara”, era la puerta de cristal de la ducha, y el “termo” (abreviatura de “termosifón”), el tanque calentador del agua, ubicado sobre el bidé o bidet (asunto que aún considero –lo admito– inescrutable). 

Me enteré de que ese cuarto era el baño porque contenía la bañera, mientras que el otro era el aseo: un medio bañito que monopolizaba el ya mencionado “váter” (nuestro inodoro), de la sugerente marca Saniplast..., dejando muy poco espacio para el lavabo (no “lavamanos”) y menos aún para el usuario.  La palabra “váter”, proveniente de water-closet –abreviado “WC” en la puerta de cualquier baño público– se pronuncia curiosamente entre alemán e inglés, y puede nombrar tanto el famoso asiento como el cuarto que lo alberga.  

Ya más aliviada, me dediqué a estudiar otro aspecto de la lista.  Me llamaba la atención la cantidad de palabras derivadas, muchas compartidas por nosotros y no por ello menos bonitas: el salero, la pimientera, la ensaladera, la jabonera y el tendedero.  Además figuraba el zapatero, ingenioso mueble de pared con un fin bastante obvio, el perchero, un mueble superfluo en nuestra isla pero utilísimo en el invierno madrileño, para colgar abrigos, bufandas y sombreros (las perchas, de paso, son nuestros “ganchos”), y la papelera (“zafacón” es puertorriqueñismo casi exclusivo). 

Ya discurría yo feliz por mi piso, comiendo en cuencos lo que preparaba en cazos y cazuelas, que después colocaba en el lavavajillas, porque ahorran agua, y nombrando en mi mente todo lo que me rodeaba.  Pero tenía frío, porque una ventana no cerraba bien.  Aproveché una llamada de mi casera para preguntarle cómo cerrarla.  “Sí”, me dijo, “es que es oscilo-batiente, o sea, abatible; tienes que poner el picaporte perpendicular para abrir la hoja en diagonal y también para cerrarla, de modo que el canto encaje con el marco”.  “¡Puf!”, pensé, con típica interjección española, mientras me ponía otro abrigo y me dirigía al diccionario.

(Publicado por El Nuevo Día el 26 de junio de 2005)

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