La “e” epentética

Aprendamos algo nuevo hoy: un nuevo concepto y una nueva palabra.  Les presento la “epéntesis”.  Esta palabra viene de una palabra latina, que a su vez venía de una griega, y significaba ‘intercalación’, específicamente de un sonido dentro de un vocablo.  Ejemplos de epéntesis lo son “corónica” por crónica, “gorupa” por grupa o “tíguere” por tigre.

La epéntesis sucede en todas las lenguas, tanto natural como deliberadamente.  Ocurre en los procesos evolutivos lingüísticos, pero también se usa en la poesía, por ejemplo, para alcanzar una métrica deseada.  El sonido insertado puede consonántico o vocálico.

Hoy nos interesa en particular la “e” epentética, es decir, la “e” que se inserta en algún lugar de una palabra.  

El asunto comienza según el latín evoluciona hacia el español.  A medida que se establecía la estructura fonética del español, se hacía claro qué secuencias de sonidos serían aceptables.  Por ejemplo, las combinaciones de consonantes que podían comenzar una sílaba se limitaron a una oclusiva (p, b, t, d, k, g, f) + una “líquida” (r, l), exceptuando las combinaciones “dl” y “tl”.  Ejemplos: BLanco, CRisis, DRástico, FLema, GRande, PLebeyo, TRauma, etc.  

Debido a esta restricción, una sílaba no podía comenzar con una combinación como “s” + consonante.  Los hispanorromanos empezaron a tener problemas pronunciando palabras latinas como scala, schola, scriptura, spatula, spiritum, stadium, status, stomachus.  Sin pensarlo, fueron añadiendo, en todos estos casos, una “e” al principio.  Este ajuste fonético nos dejó en español innumerables palabras: escala, escuela, escritura, espátula, espíritu, estadio, estatus, estómago.

Con la inserción de esta “e”, se separaba la secuencia impronunciable de consonantes, y se creaba una nueva sílaba: ES-ca-la, ES-ta-dio, ES-cri-tu-ra.  Recordemos que la vocal es el núcleo obligatorio de toda sílaba española.

Hoy en día, continuamos añadiendo la “e” epentética cada vez que adoptamos en español palabras extranjeras que comienzan con “s” + consonante.  Por ejemplo, ¿qué ha pasado con “scanner”, “scan”, “standard” y “slogan”?  Tenemos hoy: escáner y escanear, estándar y eslogan.  (De paso, para los fiebrús, cuando la “e” se añade al frente de la palabra, técnicamente se llama “protética”). 

El Diccionario de la Real Academia recoge otras palabras del inglés con esa adaptación: estrés, estárter, esprínter y esprintar, esnob y esnobismo, esnifar (de “sniff”, oler una droga), espín (de “spin”), esmoquin (de “smoking jacket”), esplín (de “spleen”, ‘melancolía, tedio vital’), estique (de “stick”, palillo de escultor), esterlina (de “sterling”).  Que conste: el que salgan en el diccionario, no significa que hay que usarlas.  De otras lenguas, incluye: eslalon (del deporte noruego “slalom”) y espagueti (del italiano “spaghetti”), entre otras.

Fíjense que la dificultad de pronunciar esos grupos consonánticos no se limita al comienzo de las palabras.  Se manifiesta también al final de la palabra, en la formación de plurales.  Sabemos que si el vocablo termina en vocal, añadimos una “s” y ya está: “casa+s”, “meta+s”, “libro+s”.  Pero si la palabra termina en consonante, tenemos que añadir “e” antes de la “s”: color+es, pan+es, reloj+es.  Esa “e” también es epentética: nos permite evadir el grupo consonántico incómodo y formar sílabas con vocal como núcleo: co-lo-res, pa-nes, re-lo-jes.

En otras lenguas, estos grupos consonánticos no presentan problemas.  En inglés, no hay dificultad en decir: “special”, “state”, “scratch”, o bien “colors”, “tests”, “cars”.  Tampoco en español es imposible.  Tenemos onomatopeyas o palabras extranjeras cuyos plurales formamos sin “e” epentética, por ejemplo, “zigzags”, “chips”, “cómics”.   

Sin embargo, bien sabemos que un aspecto distintivo del “acento” español en inglés es añadir esa “e” al principio... Decir cosas como “Estanley, are you estaying in Espain until Espring? nos confirman que existe una estructura fonética en cada lengua y que, de algún modo, nuestras posibilidades de pronunciación se rigen por ella.    

(Publicado en El Nuevo Día el 22 de enero de 2008)

 

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