Latín 101

No hay que ser un estudioso del latín para disfrutar datos sobre cómo la lengua del imperio romano llegó a ser el español que hablamos hoy en Puerto Rico.  Y llegó de la única manera que conoce la lengua: evolucionando, de boca en boca, de país en país, de siglo en siglo.

En estos tiempos tan indigestos, mientras esperamos el vómito purificador, podemos encontrar algún sentido de alivio, seguridad e incluso deleite al contemplar los cambios fonéticos regulares que convirtieron algunos fonemas latinos en fonemas españoles.  Veamos hoy algo sobre la evolución de las vocales. 

El latín clásico tenía diez vocales, que eran las cinco nuestras, pero duplicadas, porque variaban en cantidad o duración: había una -a- larga y una -a- breve, una -e- larga y una -e- breve, etc.  Esta vocales también variaban según el timbre, o grado de apertura de la boca en la pronunciación: las largas eran cerradas y las breves eran abiertas.

En el proceso de evolución del latín clásico al latín vulgar (y “vulgar” aquí tiene su significado etimológico: ‘del pueblo’), se perdió la distinción de la cantidad y sobrevivió la distinción de timbre.  Pero distinguir diez vocales a base de un solo rasgo era demasiado pedir; imagínense: “Oye, ¿eso fue una -a- abierta o cerrada?  ¿Me la puedes repetir?”. 

Así se confundieron, y, de hecho, se fundieron, algunos de estos sonidos, y quedaron siete vocales.  Por un lado, estaban -a-, -i-, -u-, los sonidos vocálicos más extremos y, por tanto, más resistentes.  Por otro lado, quedaban dos parejas, ambas con el talón de Aquiles de la cercanía extrema: la -e- abierta y la -e- cerrada, y la -o- abierta y la -o- cerrada.

Conocemos en parte el desenlace de este cuarteto problemático, porque en español sólo quedó un dúo: -e- y -o-.  Pero lo interesante es que mientras la -e- cerrada pasó a ser nuestra -e-, la abierta pasó a ser el diptongo -ie-; y mientras la -o- cerrada pasó a ser nuestra -o-, la abierta pasó a ser el diptongo -ue-.  Hago una aclaración esencial: esto ocurrió con las vocales tónicas, o sea, las que recibían la fuerza de pronunciación en la palabra.  Las átonas, que no recibían la fuerza de pronunciación, siguieron otro camino, y ninguna se diptongó. 

Veamos unas pruebas concretas con la -e-: lo que en latín fueron “pes”, “septem” y “terra” son en español “pie”, “siete” y “tierra”.  Sin embargo, junto a estas formas diptongadas, conviven otras con la -e- original: “pedestre”, “setenta” y “terrenal”.  Cabe preguntarnos por qué no decimos “piedestre”, “sietenta” ni “tierrenal”.  En estos casos, se debe a que la sílaba con la -e- no es tónica, a diferencia del primer grupo, en que sí lo era.

Ejemplos con la -o- lo son: “novum”, “porta” y “fortis”, que dieron “nueve”, “puerta” y “fuerte”.  Enseguida encontramos otros ejemplos con la -o- original: “noveno”, “portazo” y “fortaleza”.  Vemos la diptongación en las vocales tónicas, y no en las átonas.  Fíjense que tenemos un diptongo -ue- muy cercano a nuestros corazones: el “puerto” de “Puerto Rico”, que viene del latín “portus”.

¿Nunca se habían preguntado por qué “tener” da “tiene” y “poder” da “puedo”?  Ésta es una manifestación de la misma tendencia.  Noten que el diptongo siempre ocurre en la vocal tónica, y no en las átonas: “tenemos” y “podemos”.  El lector perspicaz estará pensando en excepciones como “tengo”, en que la -e- tónica no se diptonga.  Para él o ella tengo dos pensamientos: (1) cada palabra tiene su historia y (2) nada es tan sencillo como los lingüistas tratan de hacer ver.

Entre las palabras que obvian estas transformaciones fonéticas normales, están los llamados “cultismos”.  Se trata de palabras que crea el lenguaje científico o literario moderno, tomando formas directamente del griego o el latín.  Por ejemplo, “porcicultor” y “porcicultura”, que entran en el Diccionario en 1970, mantienen la -o- de “porcus”, que en voz popular dio “puerco”.

Si están pendientes de las alternancias -e-/-ie-, y -o-/-ue-, descubrirán que abundan a nuestro alrededor: “pétreo”-“piedra”, “popular”-“pueblo”, “bonachón”-“bueno”, etc.  Y cuando los detecten, –¿por qué no?–, deténganse y disfruten de un minuto lingüístico. 

(Publicado en El Nuevo Día el 4 de junio de 2006)

 

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