En estos tiempos de tan frecuentes y variadas barbaridades, no está de más hacer una visita a la palabra “bárbaro”, de tan interesante historia.
La palabra “bárbaro” viene del latín “barbarus”, y ésta del griego “barbaros”, que ya en el siglo V a.C. significaba ‘extranjero’. Esta designación surge no sólo en referencia de la procedencia forastera de la gente, sino específicamente de su manera de hablar.
Dice Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana o española, escrito en 1611 y considerado el primer diccionario monolingüe del español (o sea, español-español), de la palabra “bárbaro”: “este nombre [dijeron] los griegos de la grosera pronunciación de los extranjeros, que procurando hablar la lengua griega, [la estropeaban] con los labios, con el sonido de bar-bar-bar”.
Covarrubias continúa: “de aquí nació el llamar bárbaros a todos los extranjeros de la Grecia, a donde residía la monarquía, y el imperio, después que se pasó a los romanos. También ellos llamaron a los demás bárbaros, fuera de los griegos”.
En aquellas circunstancias, donde lo extranjero constituía una amenaza constante, no es de extrañar que se codificara el desprecio a los grupos foráneos en la misma palabra que los designaba. Cito a Covarrubias sobre las acepciones despectivas que la palabra había adquirido para 1611: “finalmente a todos los que hablan con tosquedad y grosería llamamos bárbaros; y a los que son ignorantes sin letras, a los de malas costumbres, y mal moderados; a los esquivos que no admiten la comunicación de los demás hombres de razón, que viven sin ella, llevados por sus apetitos, y finalmente a los que son despiadados y crueles”.
Pero el tiempo siguió pasando, y la lengua siguió evolucionando. En 1726, aparece por primera vez en los diccionarios el valor de “temerario, arrojado”. Estos adjetivos equivalen a imprudente, excesivamente atrevido u osado, pero introducen rasgos de alguien resuelto, intrépido, valiente. La valoración inicialmente despectiva se va moviendo hacia una más apreciativa.
En 1984 aparecen en los diccionarios los valores de ‘grande, excesivo, extraordinario, magnífico’ (“Le dio un regaño bárbaro”), y de ‘excelente, llamativo, magnífico’ (“La fiesta quedó bárbara”). Ese año se recoge también, por primera vez, la frase “qué bárbaro”, como exclamación que indica asombro y admiración.
Esta curiosa oscilación semántica entre un valor extremadamente negativo y uno extremadamente positivo ocurre en otros adjetivos, por ejemplo, “brutal” y “bestial”: “El examen estuvo brutal/bestial; creo que me colgué” versus “Ese traje me queda brutal/bestial; lo voy a comprar”.
Como hemos visto, desde el comienzo, la palabra “bárbaro” estuvo relacionada con un habla diferente y luego no del todo correcta. De ahí que surgiera “barbarismo” para nombrar cualquier incorrección en la lengua oral o escrita. Dice Nebrija en su Gramática de 1492: “si en la palabra se comete vicio que no se pueda sufrir, llámase barbarismo”. Aunque los diccionarios aún registran significados similares a éste, en la lingüística actual estos usos no tienen mucha solvencia. Ello responde a una actitud más científica y descriptiva ante los fenómenos, donde el juicio valorativo no tiene mucha cabida.
Además de “barbarismo”, otras palabras relacionadas son “barbarie”, “barbaridad” y “barbárico”. Todas estas mantienen la valoración despreciativa, como bien sabemos.
El nombre Bárbara tiene la misma raíz que “bárbaro”. El nombre se hace popular en Europa en veneración de Santa Bárbara de Nicomedia, que se dice fue martirizada en el 306. Ella quería convertirse al cristianismo, y su padre, enfurecido, la llevó al tope de una montaña y la decapitó. Mientras bajaba el filicida, le cayó un rayo encima y lo mató. De ahí que Santa Bárbara se convierta en la patrona contra los rayos, el fuego y la muerte súbita, una asociación que se mantiene en la Santa Bárbara/Changó de la santería.
Es interesante notar que el inglés, que también tiene las palabras “barbarous”, “barbaric”, “barbarian”, “barbarism”, no desarrolló las valoraciones apreciativas del español. De ahí que en Internet haya grupos de apoyo entre “Barbaras” anglosajonas que descubren escandalizadas la etimología de su nombre, sin tener el alivio de una acepcioncita positiva. Ya ven: otra ventaja bárbara de vivir en español.
(Publicado en El Nuevo Día el 2 de diciembre de 2007)