El arte de nombrar
Todo el que se haya adentrado en el mundo del emprendimiento —y cada día somos más—, habrá enfrentado la gran pregunta: ¿qué nombre le pongo al negocio?
Aparte del desafío inherente de crear algo nuevo, hoy los emprendedores se mueven en un escenario superpoblado de marcas de las cuales tienen que distinguirse.
De este ambiente, han surgido los servicios especializados de “desarrollo de marca” (o “branding”, en inglés), que buscan generar marcas significativas, memorables y diferenciables de la competencia.
Llegar al nombre idóneo puede tomar varios meses, y requiere que se considere el negocio (o “la marca”) y sus potenciales nombres desde múltiples perspectivas.
Ante nociones como “si el producto es bueno, cualquier nombre vale”, los especialistas alegan que un producto bien nombrado tendrá una ventaja significativa sobre uno con un nombre mediocre. ¿Qué rol han tenido nombres como Amazon, Apple, Airbnb, Google, Netflix, Starbucks o Uber en el apabullante éxito de estas empresas? Es difícil precisarlo, pero los expertos apuestan a que el aporte de estos nombres ha sido significativo.
¿Cuáles son los criterios estratégicos para crear un buen nombre de marca? En primer lugar, está el significado de la palabra o de sus componentes. Más importante que el significado literal, será el connotativo, es decir, lo que sugiera. Por ejemplo, el nombre Lince hace evocar la noción de agudeza y sagacidad más que la imagen de un felino rojizo de orejas puntiagudas.
Hay que procurar, además, que el nombre active metáforas y redes semánticas que resalten rasgos del producto. Con Amazon, pensamos en las poderosas guerreras mitológicas, así como en la enorme selva y río suramericanos. Netflix combina la idea de internet con flix (ortografía alternativa de flicks, término coloquial inglés para “películas”). Uber es un morfema alemán que significa lo máximo en su categoría. Ninguno nombra literalmente lo que hace su negocio, y sin embargo, todos crean marcos conceptuales amplios y favorables a sus servicios.
Otro criterio fundamental es el “simbolismo fonético”. Se trata de la asociación de ciertos sonidos con ciertas formas físicas y, por extensión, con ciertas sensaciones. Es conocido el efecto bouba/kiki, demostrado en un experimento con estudiantes estadounidenses e indios. Se mostraron dos figuras —una puntiaguda y una redondeada— y se les preguntó cuál era bouba y cuál, kiki. Más del 95% en ambos grupos asoció bouba con la forma redondeada y kiki con la puntiaguda. (De esto saben los poetas que por siglos han usado la aliteración y otros recursos para transmitir emociones).
Finalmente, está el simbolismo gráfico, o sea, las asociaciones que provoca la escritura. Un ejemplo es Google. Este nombre se basó en la palabra googol, en inglés un número enorme (1 más 100 ceros). Esa grafía lucía muy foránea (casi ninguna palabra en inglés termina en “gol”); el “gle” se sentía más familiar. Los creadores también consideraron Gugle, pero concluyeron que la doble o de Google lucía más amistosa y divertida.
Y llegamos al cotejo multilingüe. Aunque una marca sea local, el internet hace que todo sea global. Un nombre genial en un idioma puede ser tabú en otro, o peor aún, contrario al producto. Como consultora lingüística en español, he advertido sobre nombres como “Xenos” para un auto, “Agena” para una compañía de seguridad, “Acusen” para una pasta de dientes, y para un vino, “RAE”… Así que, aunque una rosa con cualquier otro nombre será igual de aromática, hay que pensarlo bien antes de bautizarla.
(Publicado en Archiletras. Revista de Lengua y Letras, Julio/Septiembre 2020, Núm. 8)