No eran los gallos
Después del huracán María, llegaron dos gallinitas a mi calle en una urbanización de Río Piedras. Siempre había habido gallinas con pollos en las comunidades circundantes, pero nunca en la mía. Varios vecinos pensamos: “¡Qué monas!”, y comenzamos a darles comida. Algunos les echaban arroz. Yo compré una bolsa de maíz. Los vecinos criados en el campo advirtieron: “No lo hagan”. No hicimos caso; ¡eran tan simpáticas! Una vecina las bautizó; la más oscurita se llamaba “Minerva”, como nuestra calle. Un buen día llegó un gallo, con el pecho inflado, aleteando y quiquiriqueando. “Jm”, pensé. Poco después, aparecieron los pollitos. Eso sí que era mágico. Observar su comportamiento —individual y colectivo— era fascinante, como un documental de animales en vivo y a todo color. A la vez, tanta fraseología común se explicaba ante mis ojos: “ser una mamá gallina”, “acostarse con las gallinas”, estar una gallina “culeca”, parecer algo “un gallinero”, “ser gallina” —lo cual aplicaba más a los gallos que a ellas—, “echarle maíz a alguien”…
A medida que la población crecía, se iba desplegando ante nosotros el drama aviar existencial. Algún pollo se separaba de su familia. A pesar de su piar lamentoso, no lograba reintegrarse. A un pollito perdido lo rescaté de debajo de un carro y lo devolví a su grupo, sintiéndome muy salvadora. Pero al otro día deambulaba confundido nuevamente, piando cada vez con menos energía. La vecina de Barranquitas me explicó: “nacen muchos para que mueran muchos; está diseñado así”.
Eran frágiles, es cierto. Muchos morían en la calle, pisados por carros, o mordidos por alguna mascota. Mi propia perra Pirulina fue culpable de más de un pollicidio. Buscando juego, los agarraba en su boca y, ¡zas!, les rompía la tráquea o algo por dentro. Llegaron pollos adentro de mi casa, extraviados en su huida de los gatos; yo los capturaba y devolvía a la gallina que más se les pareciera. Pero otros no se salvaron; encontré dos o tres cadáveres mi sala. Una vez vi un pollo muerto en la calle, y a su familia congregándose alrededor. Pensé que le estaban rindiendo homenaje, ¡como los elefantes, según los documentales! Pero no; le comían el contenido de la barriguita. “Que no se pierda ni un grano”.
Los pollos caían constantemente en las alcantarillas. Según mi mamá, las gallinas los llevan allí porque sus vapores contienen muchos insectitos. Pero por las rendijas cabe un pollo y más… Hubo muchos rescates complicados. Una vez, una amiga vecina reclutó a un hombrón para que levantara la tapa de hierro de la alcantarilla, que pesa un quintal, y pudieron sacar a un pollo. En otra ocasión ideó una suerte de pala usando una caja de cartón, y tirada ella en medio de la calle —la alcantarilla cruzaba de lado a lado— pudo recoger a cuatro. También hubo fracasos. Un vecino sensible tuvo que rendirse y abandonar a un pollo piando en la oscuridad de la alcantarilla y de la noche. Simplemente no pudo levantar el hierro pesadísimo ni pescarlo de otro modo. Esa noche tuvo pesadillas. Pero esto pasa continuamente: hace poco le dejé un palo en diagonal a uno caído, a ver si lo trepaba como rampa. Porque si llegaba la lluvia…. Pero no son criaturas brillantes.
Empecé a observar la sexualidad de esta especie. Su dinámica normal puede lucir violenta a ojos citadinos: el gallo corre tras la gallina; ella huye o aparenta huir cacareando; él la agarra con el pico por detrás de la cabeza, y la monta o la “pisa” (otro término coloquial que por fin entendí). Dura muy poco. Aquí ocurrió que había más gallos que gallinas; creo que alguien las desaparecía periódicamente para hacer sopa. Entonces varios gallos iban tras una misma gallina en un acoso grupal que erizaba los pelos… También vimos gallos “pisando” pollitas muy jóvenes. La peor escena fue cuasi-necrófila: una gallina yacía moribunda y un gallo la pisaba insistentemente; le levantaba la cabeza casi inerte y la montaba; esto se repitió innumerables veces hasta que una muchacha la recogió y se la llevó en brazos.
Más de una vez me pregunté si existiría una relación entre los gallos y el patriarcado… ¿Sería uno el modelo del otro?
A falta de gallinas, a veces los pollitos tenían que sobrevivir solos. Supimos de un gallo que adoptó y crio un pollito. ¡Bien por él!, celebramos. Otro fue bautizado Pavaroti; su sonoridad superaba por mucho la de los demás. Un caso patético fue el del gallo “bolo”: un gallo que nació reculo, sin cola. Su figura era ridícula, y él se sabía inferior. Esperaba discreto a que los jaquetones gallos completos comieran para acercarse a las sobras. Luego quedó mudo. Estiraba el cuello y nada salía. “Su vida es un valle de lágrimas”, pensé. Una vecina le diagnosticó moquillo y lo trató con una mezcla de aceite con cebolla. Por varios días Bolo lució lustroso y peinado. Finalmente desapareció; no sé qué fue de él.
Luego empezó el drama personal. Era el semestre de agosto a diciembre de 2018. Mi situación laboral era muy pesada: los días de clase enseñaba cinco cursos, de una hora y media cada uno, que me requerían absoluta presencia y abundante energía; los otros días preparaba clases, corregía trabajos y trataba de recuperarme. Pero había una colonia de gallinas, gallos y pollos que dormía en mi casa, en una enredadera adulta que combina trinitaria, petrea y canario. A medida que iba cayendo el sol, observaba el desfile vampírico: iban en fila directos al palo, daban el salto, se acomodaban y se dormían como drogados. Por bastante tiempo los miré con interés desde la ventana tras mi computadora.
¿Qué transformó este natural escenario en una pesadilla sin par? Los gallos. Los gallos y su cantar. Mi idea de que los gallos cantaban al amanecer fue desmentida brutalmente: estos gallos empezaban a las 12 de la medianoche, justo cuando yo entraba en mi primer sueño. No era un canto melódico ni armonioso, sino estridente y penetrante. Había uno en particular que se ganó el nombre de “Gozne”, por lo chirriante y áspero de su grito. También descubrí que el canto del gallo es como aquellas secuencias de fuego o humo, que saltaban de montaña en montaña para comunicar una noticia urgente. Uno cantaba, otro le contestaba y luego otro… Después del primer sobresalto, me daba vuelta en la cama, buscando el sueño, hasta que lo empezaba a conciliar. Y entonces, empezaban otra vez. Cantaban cada 2 horas: a las 12, a las 2, a las 4 y a las 6. Lo sé porque pasé muchas noches en vela, mirando el reloj.
Inicialmente, intenté acoplarme a estas criaturas; pensé que era cuestión de acostumbrarme, que la gente en el campo ni los oía; que yo tampoco oía a los coquíes, que más bien me arrullaban. Pero levantarme sin haber dormido (o, peor aún, habiendo sido despertada cada vez que me dormía) para ir a enseñar Español a más de cien jóvenes de primer y segundo año universitario se iba haciendo cada vez más difícil. Durante aquellas noches sin sueño recordé las gallinas del parque Stella Maris en la pudiente zona del Condado: hacía unos años los vecinos se habían quejado y creo que alguien las llegó a recoger; luego grupos animalistas lograron que las devolvieran. Yo me había alegrado por los activistas y por las gallinas, y me había reído de que aquel lugar tan fino tuviera que bregar de frente con la herencia de la parcela. Ahora lo reconsideraba, porque los desvelos se volvían intolerables.
Intenté disuadir a la familia emplumada, espantarlos para que se fueran a otro lugar. Mi primera estrategia fue poner todas (todas) mis luces de Navidad en aquel arbusto alto, lo que me costó varias cortaduras de parte de la implacable trinitaria. Lo prendía ridículamente todas las noches, esperando que los pollos emigraran. No lo hicieron. Seguían durmiendo allí, incrustándose entre las bombillitas. Luego decidí dispararles agua con una manguera cuando estuvieran subiendo. Esto implicó subir con la manguera pesada al techo —de por sí una proeza considerable—, justo al atardecer, para darles el manguerazo. Traté un par de veces, pero hay baja presión de agua y el chorro no los alcanzaba bien; o cuando los alcanzada, respondían subiendo al próximo piso del árbol de María; o se me hacía muy oscuro y no los veía. Otro gran fracaso.
Para ese tiempo, intenté movilizar a los vecinos de la calle. Escribí por el chat vecinal, les conté de mi problema y solicité que dejaran de alimentarlos. A otros se lo dije en persona. La mayoría se expresó enfáticamente de acuerdo, pero al otro día veía las nubes de arroz en el piso frente a sus balcones. Lo entendía: había personas mayores para quienes la visita diaria de los pollos era una gran emoción (aunque de vez en cuando pedían a sus empleadas domésticas que les cazaran una gallina para cocinarla—vimos alguna escapando con la soga al cuello, literalmente—). Solo una persona me contestó que el problema estaba en mi mente y que me tenía que alinear mejor con la belleza natural del cantío de los gallos. Fue el mismo vecino cuyos perros mordieron un día a mi papá; cuando papi denunció lo sucedido y reclamó que no los dejara salir, el vecino respondió que la mordida había sido una cuestión de “karma”… Mucho karma positivo habré acumulado aguantándome las ganas de contestarle.
Las noches se hacían más duras y las alucinaciones más asesinas. Entendí la metáfora de la mente que se va descosiendo. Recordé a mi primo, el militar retirado de los Rangers —la división más rigurosa del ARMY, encargada de las misiones más secretas—. Yo había asistido con su familia a su graduación en una base militar en Texas, donde me enteré de lo que conllevaba el examen final: debía sobrevivir cada uno solo por tres meses en varios ambientes diferentes (selva, desierto y otros), con exigencias que retaban al máximo el cuerpo humano. Por ejemplo, tenían que tumbarse en el suelo sin mover ni una pestaña, apuntando con un rifle, por horas y horas. Pero lo que regresaba a mi memoria era que no los dejaban dormir: cada vez que cerraban los ojos, los despertaban. Esto, supe después, es una forma de tortura muy extendida por su gran efectividad. Durante la graduación, su ciclo circadiano estaba completamente alterado, por no decir frito. Me impresionó ver cómo se quedaba dormido, estando de pie, mientras hacíamos una fila. En aquel periodo demencial, dando tumbos en la cama y evocando a mi primo, empecé a pensar en las armas; creo que busqué en internet escopetas de BB para cazar aquellos gallos.
De más está decir que todas las noches recurría a somníferos: de tisanas a vino, de píldoras de lavanda a soporíferos más fuertes. Me recubría con aceites relajantes: camomila romana, lavanda, salvia (todas compradas por internet durante algún desespero nocturno) y además los echaba en un difuminador de vapor. Me ponía tapones en los oídos. Me tapaba la cabeza con la almohada. No llegué a comprar el aparato que hacía un ruido para tapar los otros ruidos. Pero nada funcionaba; había desarrollado una sensibilidad agudísima que reaccionaba al primer “ki”.
Un amanecer, al oír el cantío de las 6am, no pude más. Salí de mi casa en pijama, con el pelo alborotado y una escoba en mano, y empecé a azotar el palo donde dormían. Estoy convencida de que el cacareo alto es uno de los mecanismos de defensa de las gallinas; es enloquecedor. Yo azotaba y ellas gritaban y volaban. El caos solo crecía.
Esa mañana decidí que necesitaba ayuda profesional. Pregunté por todos lados y consulté en mis diversos chats. Una amiga de la escuela superior me recomendó a un especialista de control animal. Él llegó uniformado y evaluó la situación. Su especialidad eran las iguanas de palo y empezaba a “trabajar” los cerdos urbanos. Después de considerar la situación, diagnosticó que la remoción de los pollos sería complicada. Habría que involucrar la comunidad, obtener aprobación explícita de todos y hacer un plan estratégico de extracción, que podía incluir cierta violencia. Según me explicaba todo esto, me di cuenta de que tendría que encontrar otra solución. Las señoras que me decían que sí y luego echaban arroz no cederían. Aproveché para preguntarle sobre las pistolas BB y si me recomendaba que me hiciera de una. Me contestó con un no absoluto y rotundo. Mencionó variables como mala puntería, ruido, ventanas abiertas, vecinos, niños en la calle, etc. No, no podía convertirme en francotiradora, y menos en mi propia calle… Con un suspiro algo aliviado, descarté esa idea.
Lo próximo fue contactar a un joven gallero. Me lo recomendó un amigo a quien expresé mi desesperación durante un almuerzo en Santurce. Él lo conocía de un establecimiento en Caimito, en cuya parte de atrás criaban gallos de pelea. Mi amigo me llamó una tarde para presentármelo por teléfono. Yo comenzaba la clase de Oratoria en la universidad, pero la interrumpí y salí con el derecho que confiere una llamada urgente. El joven me impresionó por su maravillosa expresión oral: era coherente en la exposición, tenía riqueza léxica, su expresión era fluida y segura. Fue un deleite escucharlo y quedé esperanzada. Coordinamos para un día cercano a las 6am frente a mi casa.
Ese día llegaron puntuales mi amigo y el joven gallero. Este salió del carro con un saco que se sacudía desesperadamente y parecía que iba a explotar. “Este es el que te va a resolver el problema”, me dijo. Era el gallo Godzilla. El joven lo sacó con determinación manteniéndolo apretado contra su pecho y sobándole la cabeza. Godzilla, ganador invicto de 16 combates, parecía un pequeño monstruo: era extremadamente fuerte y musculoso; tenía las patas afeitadas y la cresta recortada; hasta las plumas blancuzcas que le quedaban —comparadas con las largas y coloridas plumas suaves de los gallos de la calle— parecían de luchador; y tenía la mirada alocada... Godzilla estaba lleno de ira. Me recordó a un luchador irlandés de lucha libre, Connor McGreggor, que es todo músculo, cabeza rapada y tatuajes. Con todo, me conmovió que el gallero lo tuviera en brazos, como a un bebé, y le diera sobos en la cabeza. Se lo dije: “Ustedes son amigos, ¿verdad? ¿Él te tiene confianza?”. Me contestó: “No; es que si lo suelto, me mata”.
El plan era liberar a Godzilla para que provocara —inevitablemente— una pelea con algún gallo local. Cuando empieza la danza bélica entre dos gallos, entran en un trance. Están tan concentrados en el oponente, que una persona diestra puede acercarse por detrás y capturarlos. Ese era el plan: coger a uno o a dos o a los que se pudiera, y que el gallero se los llevara a su “granja”. El prospecto de que terminaran de “chata” no me importaba; el cansancio podía más que cualquier consideración moral. Verdaderamente, el gallo Godzilla era implacable; asediaba a su oponente sin tregua. Entretanto, el gallero iba rodeándolos sigilosamente, esperando el momento de coger al otro. Pero después de unos minutos de pelea, algo pasó, el otro gallo salió manilo o juyidor o juyón, y escapó volando desesperado a una verja. Ya los otros gallos estaban enterados y miraban desde la distancia segura de árboles y techos.
Ninguno le quería meter mano a Godzilla. Tan bravos que eran entre ellos, ¿no? Había escuchado que algunos gallos tenían peleas espontáneas en una casa vacía. El vecino que las presenciaba desde su patio me contó que hay gallos que luchan hasta asegurar que el otro pasa al otro mundo. Lo dejan mal herido, se van y luego pasan a rematarlo, hasta garantizar que no se levanta más. El vecino había tratado de revivir a uno de los perdedores, pero no lo logró. Me dijo que como quiera hubiera sido un problema, porque el gallo peleón lo buscaría para matarlo.
Ya habían salido algunos vecinos y la escena del gallero y Godzilla les resultaba sospechosa. Yo había mandado un mensaje anunciando que vendría alguien a recoger gallos, pero un vecino en particular miraba con fijación lo que ocurría. El gallero me dijo que tendría que volver otro día, que vendría acompañado de su hermano y que traería a otro gallo más loco todavía que Godzilla. Pero nunca volvió. Al parecer se sintió intimidado por la mirada del vecino. Según mi amigo que lo trajo, cabe la posibilidad de que “lo estuvieran buscando” y que se sintiera muy expuesto… Después comenté con la vecina que la mirada de su esposo me había espantado al gallero. Ella respondió: “Pero si él mira así a todo el mundo”.
Ya eran finales de octubre. Entre los gallos y las clases, había llegado a mi límite. Quedaba un mes y medio de semestre. Le di seguimiento al gallero varias veces, pero no me contestó. En algún punto mi amigo me explicó lo que pasaba y me di por vencida. No sé cómo sobreviví ese periodo. Avergonzada, en las clases a veces tenía que citar “la situación de los gallos” para explicar algún error, desliz, turbación o confusión de mi parte. La mayoría de mis estudiantes venían de áreas rurales, así que creo que no entendían… Trataban de ser empáticos, pero sospecho que descartaban esta novela como una (u otra) ridiculez de la profe.
Llegamos, por fin, al final de semestre en la universidad. Agotada como siempre, asistí a un evento oficial a mediados de diciembre. Entré, como todos, a las 9 de la mañana, pero cuando salí a las 12, en mi mente había renunciado. Algunos detectaron mi cara desencajada y lo atribuyeron a distintas causas. No podía más: no podría terminar el año académico en mayo; no podía aguantar cinco meses más, ni siquiera a cambio del glorioso verano académico. Aquel espacio laboral ya no resonaba en mí.
No fue culpa de los gallos, pero ellos me dieron el empujón definitivo llevándome al borde del colapso mental. Desde entonces no me molestan. Siguen cantando a toda hora del día y de la noche. Siguen reproduciéndose. Siguen los pollos atropellados en la calle o caídos en la alcantarilla. Sigue mi amiga tratando de rescatarlos. Y sigue el tormento para algún vecino que periódicamente intenta envenenarlos (así se hizo famoso el gallo Lázaro, resurrecto gracias a un novel tratamiento de carbón activado)… Pero no fui yo. A mí ya no me molestan.
(ilustración por Bart Mayol)