Cuando esta columna se publique, habrá pasado algún tiempo del fallecimiento de la Dra. María Vaquero. Se habrá reflexionado mucho sobre ella –nunca lo suficiente–, se habrán recordado sus dos doctorados, su trabajo incansable por el español de Puerto Rico en la Universidad y en la Academia de la Lengua. Sus proyectos de investigación, su gestión administrativa, su reconocimiento internacional, sus incontables publicaciones. Su impacto indeleble sobre estudiantes y colegas. Sus modales impecables, su trato amable y atento, riguroso y exigente. Su presencia.
Por eso hoy quiero recordar algunos momentos que atesoro porque me revelaron otros ángulos, entrañables, de la doctora, que confirmaban que la gran lingüista era además una gran persona, de carne y hueso, y encantadora.
La doctora tenía un excelente sentido de humor, cultísimo, por supuesto. En el Programa Graduado de Lingüística, por las tardes, ella y todos tomábamos café. A veces me parecía que ella se mantenía con café, porque no la vi almorzando nunca, y creo que una vez lo llamó “el elixir de la vida”. Ese café era la pausa esperada y merecida tras varias horas de investigación. Un día, agotados ya, anhelamos un café, pero era tarde y las cafeterías estarían cerradas. La doctora exclamó, entre suspiro y sonrisa: “¡Mi reino por un café!”. A mí me sonó familiar y sonreí también, pero no fue hasta que lo investigué que supe que era una frase de Ricardo III, de Shakespeare, cuyo original era: “¡Mi reino por un caballo!”.
La oportuna referencia a Shakespeare, leído en español, y el juego fonético entre “caballo” y “café”, resumen para mí la combinación de agudo ingenio y cultura amplia de la doctora.
Otro aspecto de la doctora era su generosidad, manifestada de muchas maneras, incluidos los regalitos inesperados. Llevábamos tiempo trabajando en el proyecto “Difusión Internacional del Español en los Medios de Comunicación”. En los textos, teníamos que desambiguar las palabras homónimas para que el programa electrónico las distinguiera. Por ejemplo, “vino” se marcaba “vino&venir” si era de “venir”, o “vino&sust” si era el de tomar. No sé por qué ni a quién se le ocurrió, pero al signo “&” le llamábamos “gato”. Pues bien, una vez la doctora se fue de viaje, y nos trajo de regalo, a todos los investigadores, unos gatitos de peluche, con un lacito azul (que sospecho que ella añadió). Me sorprendió el gesto –no falto de gracia– y me conmovió su ternura. Los pusimos sobre las computadoras, y ella también, para que velaran nuestro trabajo.
Siempre quise saber más de su vida. Una vez le pregunté, mientras caminábamos (a buscar café), cómo había llegado a Puerto Rico. “Mi esposo me trajo”, respondió, con usual modestia. Poco a poco fui conociendo detallitos, aquí y allá. Había sido huérfana de madre, y una vez sus tías enfrentaron a su padre porque la niña no sabía cocinar. El padre contestó: “Siempre que la niña sepa leer, sabrá cocinar”, porque naturalmente no tendría más que leer una receta. Tenía dos hijas, Eloísa y Ana, y ambas vivían en el extranjero; luego llegaron los nietos, que ella adoraba; la tercera se llamó María, en su honor. Entendí que sus días en Cuba, previos a Puerto Rico, fueron difíciles; de esos tiempos tenía una carta firmada por el Che y memorias vívidas. De su niñez en España, de sus viajes por el mundo, de sus investigaciones de campo –en la montaña o en la costa de Puerto Rico– de todo eso, la doctora Vaquero tenía relatos que se dejaban entrever fascinantes. Ella quería escribir su autobiografía.
Dicen que en la Universidad algunos la llamaban “la flor del pantano”. El pantano era, en este caso, la lingüística como materia de estudio. No puedo discrepar más de lo de “pantano”, ni coincidir más con lo de “flor”, pero siempre consideré que era una imagen ingeniosa, y me hubiera gustado saber qué pensaba de ella la doctora. Los estudiantes e investigadores nos referíamos a ella como “la doctora” –como si no hubiera más ninguna– y luego, de cariño, “la Doc”. Por otro lado, siempre me emocionó escuchar a su amiga y colega Amparo Morales llamarla “María” y, más aún, a su esposo llamarla “Mari”; eran palabras que me recordaban que la doctora existía para muchas personas, de muchas maneras.
Porque de algún modo muchos hicimos “nuestra” a la doctora María Vaquero. Hoy, felizmente, es de todos.
(Publicado en El Nuevo Día el 24 de agosto de 2008)